Al seguimiento de las tres medidas concretas (uso de mascarilla, higiene de manos y distancia social), se suman otras circunstancias en ocasiones menos visibles como;
La solicitud generalizada del seguimiento de estas tres medidas ha provocado una generalización del rol de autoridad o mando. Antes de la aparición de la COVID, este rol recaía en unos pocos de la sociedad, unos pocos que se estima sabían ejercer su función para evitar conflictos y garantizar un buen seguimiento de las normas sociales. Si bien, con la aparición de estas medidas, se ha generalizado este rol (policía de balcón) y parece, que todos/as podamos exigir un buen uso de tales medidas.
Una vez más, la vivencia, la suspicacia y la aceptación de críticas o censuras ha provocado mayor inquietud y malestar en la población.
La falta de estructuración y organización horaria a la que nos hemos enfrentado en momentos de confinamiento y en momentos posteriores en los que ha sido necesario quedarnos en casa, ha supuesto una exposición a tiempos sin actividades concretas previamente elegidas tal y como estábamos acostumbrados. Hemos pasado de la organización tipo “dominó” en la que pasábamos de una actividad a otra sin tener que razonar, a tener tiempos sin cubrir y sin servicios a los que recurrir.
Estas horas libres de actividad han sido compartidas con los allegados confinados de manera impuesta y sin permitir, en ocasiones, velar por el tan necesario tiempo de intimidad personal.
La merma en la intimidad y la falta de estructuración a la que estábamos acostumbrados han afectado psicológicamente.
El estar expuestos a una necesidad constante de reorganización horaria para poder cumplir las restricciones horarias y los cambios en muchos entornos sociales y laborales ha supuesto un reto. En ocasiones, este abandono de los horarios mantenido durante años ha hecho que perdamos el soporte emocional, muchas veces poco valorado, de coincidir con los círculos sociales no cercanos, como son los conocidos, vecinos, etc.
Al existir una menor estructuración y un acceso limitado a actividades se ha dado una menor estimulación cognitiva, lo que, unido a una falta de servicios de tipo social, lúdico y deportivo han provocado una menor interacción social y mayor sintomatología de tipo ansiosa. El acceso al disfrute tal y como lo concebíamos antes del virus ha cambiado. La posibilidad de entablar nuevas relaciones ha sido coartada. El acceso al tiempo libre ha empeorado ya que han desaparecido instituciones dedicadas a esta índole que, para algunas personas, suponían la única posibilidad de relacionarse de manera libre y establecer amistades (clubs de tiempo libre, asociaciones, hogar del jubilado u otros).
Factores añadidos como la pérdida de trabajos, los cambios en la economía global, el encarecimiento de productos de primera necesidad o de servicios y tratamientos y la consecuente situación de inseguridad al respecto, a su vez, han potenciado la sintomatología de tipo ansiosa.
Ni que decir tiene el impacto profundo de las numerosas pérdidas de seres queridos en condiciones no deseables y la exposición al gran número de fallecimientos diarios hasta sumar más de 72.000 a nivel estatal. Cada uno, un padre, o una hermana o un compañero. Cada persona única e insustituible.
Entornos abatidos y en muchas ocasiones vulnerados en su integridad y derechos básicos por sobresaturación del sistema general.
A todas estas pérdidas, se suma la falta de posibilidad de velar por nuestros fallecidos, de elegir el ritual de despedida seleccionado por cada persona fallecida y/o por su entorno para iniciar un duelo sano y la normalización de la falta de despedida a nivel social durante la pandemia.
El miedo a enfermar o a contagiar a nuestros seres queridos y la exposición constante a los medios de comunicación, en esta “nuestra sociedad de las redes sociales”, que transmiten noticias desalentadoras han incrementado la sensación de miedo. La convivencia o la tolerancia al miedo está pocotrabajada, por lo general. Venimos de una cultura que tilda de negativa la vivencia del miedo y, presiona para dejar de tener miedo en lugar de invitar a detectar y tolerar nuestros miedos.Este año hemos tenido que aprender a identificar y vivir con nuestros miedos.
La incertidumbre por el futuro, por las “futuras nuevas realidades”, por el acceso a la vacunación y por la duda sembrada acerca de su seguridad; el cambio constante en el tipo de restricciones y la habitual falta de información actualizada y lo complicado que supone mantenerse actualizados suponen inseguridad y un estrés añadido a cada ciudadano.
También hay que tener en cuenta la pérdida de roles importantes para la persona en tiempos de alerta sanitaria por falta de cercanía y contacto con los seres queridos. A modo de ejemplos; la pérdida para el viudo centrado en su papel de abuelo que vive en un municipio recluido por alerta sanitaria y no puede atender a sus nietos, o la pareja que mantenía una relación afectiva viviendo en diferentes municipios y, no pueden retomar su relación presencialmente…).
El constante bombardeo de mensajes de índole prohibitiva (no tocar, no acercarse …) han provocado que, aquellas personas que muestran mayor dificultad para captar el feedback externo (una flecha o una línea en el suelo, un símbolo de equis en una mesa…) no sepan cómo comportarse ya que los mensajes prohibitivos, no siempre son bien visibles, van acompañados de la manera correcta de proceder o, no se ofrece de una manera fácilmente interpretable. Ya de por sí no favorecen el sosiego personal ni un buen clima enseñar a través del castigo.
Como sociedad de bienestar, previamente a la pandemia COVID, contábamos con una red de apoyos sanitarios, que nos daban la seguridad de que estaban ahí para ser utilizados en caso de necesidad. Esta sensación de estar cubiertos a este nivel ha desaparecido, o se ha trasformado a lo largo de este año. No ha afectado de la misma manera la atención medica no presencial a unos que a otros/as. Es decir, las acciones administrativas telemáticas han podido favorecer la agilidad en asuntos de este tipo una vez resuelto el modo de ser solicitado (por ejemplo, un parte de baja o una receta médica).
Si bien, a pesar del gran esfuerzo de los equipos clínicos, la atención telefónica de las personas que viven en soledad (más de dos millones en España) o exclusión y/o de aquellos/as con algún tipo de la alteración mental, ha supuesto una pérdida para las personas afectadas y para una praxis satisfactoria de un sanitario competente consciente de tal pérdida. Existen personas con patologías a las que es muy complicado cuidar telemáticamente y sin atención presencial (a modo de ejemplo, la información no contrastada del seguimiento de un trastorno de la alimentación).
No toda la población tiene el acceso al formato digital, por razones culturales, económicas o por las destrezas cognitivas que conlleva su uso. No usar el formato digital, ha provocado un mayor aislamiento y una falta de cuidado a una parte importante y vulnerable de la población, como pueden ser las personas de más edad o aquellas con algún tipo de diversidad funcional, entre otros.
Las personas en riesgo de exclusión han visto potenciado tal riesgo, aquellas que vivían en soledad se han sentido más solas y las familias han sufrido una mayor sobrecarga del cuidado de sus seres queridos con algún tipo de dependencia no pudiendo delegar sus cuidados.
Todo ello conlleva la consecuente frustración por parte de los sanitarios conocedores de estas circunstancias.
Parece obvio pensar que en aquellos servicios (centros de día, residencias) en las que el equipo clínico sirve de referente o de” modelo” a seguir para otras personas, la frustración o el cansancio de estos equipos tendrá su efecto en el entorno.